Diario de Karil


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Día 1

El caballo entró en el campamento, y sus cascos resonaron en mis oídos como una advertencia, un aviso de que aún quedaba trabajo en la jornada. aunque el sol había desaparecido por el oeste hacía ya rato. Fue una suerte que aún no me hubiera aseado. Recogí las riendas del animal de las manos del jinete. Era un humano y al igual que su montura, parecía cansado. Junto a nosotros estaba el aprendiz del herrero, un joven mocoso que no debía tener más de doce primaveras. Me sorprendió su presencia, no así la de Mærvin, ya que él siempre, como ya os he contado, revolotea por el campamento.

El jinete entró sin miramientos en las oficinas del capataz y yo me llevé al caballo hacia los establos. La bestia inmunda no agradeció nada mis cuidados, total peinarle a contrapelo no debería sentarle tan mal. Algunas monturas se lo tienen muy creído. Le puse agua en el abrevadero, puse paja limpia en su establo y aproveché para limpiarme un poco y dirigirme al comedor donde fui testigo de una curiosa escena. Saia le pedía al aprendiz de herrero que le contara lo que se había enterado y el pilluelo le pedía frotándose el pulgar con el índice y el dedo medio que le abonara la información.  Saia, que no entiende el lenguaje de signos humano (eso creo), le soltó dos sopapos al mocoso y fueron, ¡por la sangre del dragón, dos buenos tortazos que resonaron como un látigo en las sucias mejillas del muchacho. Afortunadamente, el hollín de los hornos ocultaba su verdadero color pues sospecho que los pequeños dedos de Saia habrían quedado marcados con un rojo delatador. No sé si fue el llanto o los golpes lo que hicieron acercarse al herrero jefe, un humano enorme que tenía que girar la espalda para entrar por las puertas y que al andar hablaba con voz grave para ocultar el sonido de sus propias pisadas. Pero Saia estaba enfadado con el pequeño delincuente y no se percató de su proximidad e hizo amago de perseguirle al otro lado de la mesa donde el pequeño se había refugiado para evitar más golpes. Empujé un taburete hasta sus pies para llamar su atención y le dije:

Esta no es la batalla que debes luchar hoy.

Fui demasiado sutil, lo sé. Saia no me hizo ni caso, pero cuando la enorme mano del herrero se poso sobre su hombro y le preguntó: «algún problema con mi pupilo», empezó a percatarse del problema. Saia le explicó que el aprendiz le había faltado al respeto y había mentado a la madre del herrero jefe. El muchacho negó con la cabeza de forma insistente y el jefe le dio más crédito que a nuestro amigo. «La disciplina la imparto yo» dijo finalmente y, al parecer, Saia lo entendió.

Casi al final de este encuentro, apareció en el comedor Mærvin que no había conseguido enterarse de nada, pero aprovechó las dudas de Saia, el tacaño enano, para deslizar una moneda entre los dedos del aprendiz quien se apresuró a contarlo todo. Al parecer, la ciudad de Falcon’s Hollow está en cuarentena, una terrible enfermedad estaba afectando a sus habitantes. «¡Cuarentena!» pensé «¡y yo he estado tocando ese sucio animal!«

Día 2

A la mañana siguiente nos despertaron con la amabilidad habitual: «panda vagos, ¿acaso pensáis que pagamos para dormir?», pero con una sorpresa. Saia, Mærvin y yo habíamos sido llamados ante el jefe de la explotación maderera. ¿Qué habríamos hecho? me pregunté.

El despacho del oficial era tan bueno como lo recordaba. Suelos de madera, cristales en las ventanas, cortinas en los dinteles del dormitorio… ¿Qué es eso que se oye? Alguien tose en la habitación de al lado. No es mi problema, no pregunto.

Nos dieron mayor responsabilidad en las tareas del campamento. Era un paso adelante en nuestra no muy interesante carrera maderera. Nos encargaron que lleváramos un carro de madera a la ciudad y entregáramos un mensaje en la parte alta. ¡Eso era mejor que limpiar mierdas de caballo…! ¡Un momento! ¿La ciudad no estaba en cuarentena? Vaya, parece ser que sí y esa es la razón de tanta generosidad, me temo. Nos pide que llevemos el cargamento y aguardemos tres días en el exterior de la ciudad antes de volver a la explotación. Yo le recuerdo al encargado que pasados tres días se acaba nuestro turno y tenemos unos días libres, pero él me dice que los días libres son los que vamos a «disfrutar» fuera de la ciudad. Creo que voy a hablar con nuestro enlace sindical. De cualquier forma, tres días durmiendo al raso sin hacer nada es mejor perspectiva que tres días acarreando estiércol de caballo. Acepto. Mis compañeros, aunque sus trabajos no son tan interesantes como el mío, también aceptan.

Cuando nos acercamos al carro, vemos que otras dos personas ya se habían subido a él. Iban a acompañarnos. No me pidáis que os de referencias de ellos pues me molestó tanto no ir en el carro que no me digné a mirarles. Ya os hablaré de ellos en el futuro si es necesario. Partimos, ellos en el carro y nosotros andando.

Una hora antes de llegar a la ciudad, el camino está cortado por un tronco y un aburrido centinela que apoyado en su lanza abre fastidiado los ojos y nos dicen: «¿pero no os han dicho que estamos en cuarentena?». La maquinaria económica del Gran Ducado no se puede detener por cuatro toses (le decimos) y, misteriosamente, nos deja pasar. Él, como descubrimos después, no está ahí para evitar el paso, sólo para advertir a los viajeros. Aprovechamos y nos enteramos que la enfermedad se manifiesta por toses, dolor muscular y unas manchas negras en la piel en su fase final. Los rumores indican que ya ha habido algún muerto, pero el centinela no lo sabe con certeza. Esto, cada vez, me gusta menos. Ya no me parece buena idea.

Ya en la ciudad, nuestros carreteros se encargan de llevar el carro a los almacenes del puerto y nosotros entregamos el mensaje al centinela de la ciudad alta. Hicimos un amago de entregarlo personalmente (y así colarnos en la parte alta), pero el centinela se había leído las normas (otro día será). Yo abogué porque nos fuéramos inmediatamente de la ciudad para evitar caer enfermos, pero los carreteros insistieron en tomar antes una cerveza en la posada y mis amigos se dejaron engañar por su canto de sirenas. Así que nos fuimos y trasegamos un par de birras. Algo perjudicados y alegres, acampamos en el exterior de Falcon y la dormimos a la espera del día siguiente.

Día 3

Por la mañana llegó el dolor. La cabeza y los músculos me dolían y las tos acompañaba a cada palabra que trataba de emitir e interrumpía cada trago que intentaba dar. Saia y uno de los carreteros estaban igual que yo. ¡La enfermedad nos había alcanzado! ¡Íbamos a morir!

Enfadado por haberme dejado arrastrar a una posada, foco de todo mal, les arrastre a ver a la curandera del pueblo (ya habíamos oído hablar de su existencia). Descartamos a la clérigo. No éramos del pueblo, pero habíamos oído hablar de sus escasas aptitudes con los enfermos. La casa de la curandera estaba a rebosar de gente esperando su turno para entrar y ser atendidos. ¡No podíamos esperar! ¡Estábamos enfermos y en cualquier momento moriríamos en la calle! Intenté razonar con el primero de la cola para que nos dejara pasar, pero el tío, un humano racista para más señas, no me quería dejar pasar. Miré a los alrededores por si veía al Hacha o a alguno de sus alguaciles y me enfrente a la turba. Marque la puerta con un símbolo arcano de fuego y les dije que era una maldición y que aquel que pasara por esa puerta antes que yo caería fulminado entre terribles dolores y agonías. Entonces, sí me dejaron pasar. No hay como la diplomacia para estas cosas.

Laurel, curandera de Falcon Hollow

La curandera, una gnoma llamada Laurel,  nos ofreció tres pociones al precio de 20 monedas de oro cada una. El precio era excesivo (tanto que no me hubiera extrañado que la gnoma se apellidara Bayer y estuviera detrás de la propagación de esta epidemia), pero yo no estaba dispuesto a correr riesgos. Mi mano pagadora fue detenida por el gnomo quien dijo a Laruel: «los ingredientes de esta poción no valen ni una moneda de cobre». Mi vida está en juego y Mærvin se pone a regatear. ¡Se ha vuelto loco!. Ella se defendió diciendo que los conocimientos para mezclar los condimentos no era tan simples y que obtenerlos no era tan sencillo. Le ofrecimos conseguirle las sustancias para hacer el preparado a cambio de que bajara el precio de la medicina a la gente del pueblo (nota: no fue tan sencillo, entre medias hubo acusaciones de explotación, de envenenamiento y demás; resumo para agilidad de la narración). Mærvin y yo estábamos dispuestos a conseguirle suministros para 50 pociones al precio de 5 monedas cada una y a cambio de que las pusiera a 10 monedas a los del pueblo. Saia, que se apropió de la dirección comercial de la empresa, nos dijo que nos olvidáramos del cliente (que no era nuestro problema) y negoció cada poción al precio de 10 monedas y que luego la curandera las pusiera al precio que le diera la gana. Finalmente, aceptamos (Laurel incluida) esas condiciones, pero yo anoto en mi diario la necesidad de encontrar al responsable de la enfermedad (Laurel dijo que era una enfermedad local llamada Blackscour taint, pero no me fió) e intentar abaratar al máximo el precio de las pócimas. Tal vez deba hablar con la clérigo para introducir un elemento de competencia en Falcon’s Hollow.

Laurel nos dijo que la poción se elaboraba con tres ingredientes y nos dijo donde encontrarlos:

Musgo de Elderwood que crece a la sombra del árbol más viejo del bosque.
Raíz Cola de Rata que Laurel cree que no es muy importante, pero que podemos hablar con la bruja Ullizmila, vive en el bosque, para localizarla.
Hongos de Hierro que crecen en sitios oscuros con abundancia de minerales de hierro, como unas antiguas ruinas enanas que hay en las montañas y que los rumores hablan que están pobladas de extrañas criaturas.

Laurel nos regala las 3 pociones que nos hacían falta (no parece tan mala chica) y nos contrata por 500 monedas de oro para conseguirle los ingredientes.

Es posible que mi naturaleza me haga ser suspicaz, pero… si los ingredientes son tan complicados y caros, ¿cómo es que Laurel tenía provisión suficiente para hacer tantas pociones para el pueblo antes de que la enfermedad apareciera? Supongo que la respuesta llegará.

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